martes, 22 de septiembre de 2009

Punto de vista sobre la noche de los lapices de clarin.com

La Noche de los Lápices: una deuda abierta

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María Seoane
mseoane@clarin.com


Los siete adolescentes secuestrados en La Plata entre el 16 y el 21 de setiembre de 1976 —Pablo Díaz, Emilce Moler, María Claudia Falcone, María Clara Ciocchini, Francisco López Muntaner, Daniel Racero, Horacio Ungaro y Claudio de Acha— cumplirían este año entre 45 y 47 años. Sólo dos de ellos, Díaz y Moler, los cumplieron.

El operativo de secuestro fue bautizado por un comisario de la Bonaerense comandada por Camps como "La Noche de los Lápices". Comenzó como un homenaje de esa policía a la tradición antiperonista: ese día se cumplía un nuevo aniversario del golpe contra Perón en 1955. El sentido era escarmentar a esos estudiantes secundarios que luchaban por el boleto estudiantil gratuito pero que integraban la peronista Unión de Estudiantes Secundarios (UES), una organización de acción política de Montoneros. Todos pertenecían a ella, aunque Díaz había virado de la UES a la Juventud Guevarista.

Los jóvenes no desplegaban su militancia más que en centros de estudiantes y entre sus pares de los colegios secundarios o, a lo sumo, participaban de tareas de alfabetización en barrios pobres. No eran temibles, ni enemigos armados. La historia de su secuestro, tortura y reclusión en distintos campos de detención fue difundida en el juicio a las juntas militares en 1985, por Díaz y más tarde por Moler.

A partir de entonces, la sociedad hizo justicia de distintas maneras. Una, la más importante, es el proyecto para establecer por ley el 16 de setiembre como "Día del estudiante secundario". El nombre de esos chicos identifica escuelas y aulas. Son recordados como pequeños paladines de una lucha que sentó precedentes para todos los estudiantes: las batallas por el boleto estudiantil gratuito.

La consulta al Equipo Argentino de Antropología Forense, año tras año, marca lo insoportable: no existen aún pistas sobre el destino de sus cuerpos. El silencio fue la norma para quienes los asesinaron. En los "Juicios por la Verdad" que se realizaron en La Plata, los nombres de los represores señalan, entre ellos, a Miguel Etchecolatz, a Valentín Pretti, alias "Saracho", y al ex cabo de la Bonaerense Roberto Grillo. Ellos tenían el secreto del destino de los adolescentes.

Más allá del castigo judicial por los crímenes, esos hombres vivieron su propio infierno privado. En el caso de Pretti, su hija Ana Rita pidió a la Justicia en 2005 cambiarse el apellido y usar el de su madre, Vagliatti. "No quiero nada de ese hombre, quiero borrar de mi historia ese apellido siniestro". El torturador, dijo su hija, había participado en el secuestro y asesinato. "Me dijo que los tuvieron que matar", contó.

Pretti murió en 2005 en medio de pesadillas y del miedo a ser castigado, pero ese pavor no le alcanzó para confesar el destino final de los adolescentes. El caso de Grillo es tétricamente similar y al mismo tiempo distinto. Los familiares de Ungaro participaron en una reunión confidencial con el policía donde les confesó, desequilibrado —está hoy jubilado por incapacidad psiquiátrica—: "Yo los tuve que quemar, hacer cenizas, pero no los maté, ya estaban muertos… después no pude volver a comer carne nunca más".

El silencio, el pacto de sangre, y la locura van más allá del castigo al que temen los represores. Conocer el destino final de esos casi niños es una deuda civilizatoria para con sus familiares y la sociedad. En tanto ésta se salde, como decía un cartel inmenso de los estudiantes del colegio Nicolás Avellaneda, los lápices seguirán escribiendo.

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